domingo, 27 de agosto de 2017

Días eternos - El viaje


Llevaba tiempo rumiando sobre la idea de hacer algo diferente, algo así como darle un giro y otro enfoque a este blog.
El resultado de tanto rumiar, es una serie de capítulos cortos sobre las vivencias, impresiones y pensamientos vividos durante mis vacaciones estivales allá en el norte. 
He procurado ser fiel a la mirada y al entender que tenía cuando sólo era una niña.




     *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  



El viaje.

El equipaje ya estaba preparado y por fin nos íbamos al norte, a la patria chica de mi madre, a mi isla bonita, que nada tiene que ver con la de la canción, pero bonita igual. Desde que tengo uso de razón, veraneábamos en el, según mi entender, exótico y lejano Nordland, un lugar emocionante lleno de ensueño y aventuras.
En esa época del año, todo Nordland se bañaba en luz, el sol no se ponía y los días eran eternos. 

El tren salía de la única estación de tren de Trondheim, la Trondheim S, bien temprano, seguramente sobre las 7 de mañana. Me acuerdo bien porque estaba un tanto somnolienta, no me ha gustado madrugar nunca, ni de pequeña. No me acuerdo cómo llegábamos a la estación, vivíamos a 20 minutos en tranvía del centro. Igual cogíamos un taxi, cargados como íbamos con esas maletas de antaño, tan pesadas y sin las cómodas ruedas y asas telescópicas, como las de ahora. La mía era, como no, la más pequeña. La había preparado bien – casi siempre - y a mi gusto; repleta de mis juguetes favoritos, que no eran otras cosas que cuadernos, lápices y crayones para dibujar, unos animalitos de plástico - vacas, caballos, cerdos y demás animales domésticos -  muy reales - y unos bloques de Lego. No me acuerdo de haber llevado muñecas, no me entusiasmaban demasiado. Después de haberles cortado sus largas melenas de nylon y pintureado sus caras con rotuladores de colores, no les encontraba sentido.  El único muñeco que me gustaba era un viejo skihopper (saltador de esquí) de plomo, que seguramente había sido de mi padre, pero pertenecía al invierno y se quedaba en casa.  Supongo que ya habrán retirado esos saltadores del mercado por ser altamente tóxicos.


 
  Fuente imagen:
https://www.epla.no/samler/produkter/881655/



El viaje duraba muchas horas, casi todas maravillosas y apasionantes. El primer tramo lo pasábamos a bordo de un tren de color rojo, tirado por una descomunal y robusta locomotora diesel, roja también,  llamada Di.3, de diseño redondeado e imponente. Tenía 2 ventanas delanteras, muy juntas y enrejilladas. Como la parte superior de la locomotora era curvada, las ventanas también tenían esa forma. Parecían unos ojos enormes y tristes. En los laterales, tenían unas líneas amarillas en horizontal, formando una zeta, para así correr más. Estaba convencida de que esa mole podía con todo, me hacía sentir muy segura, pero a la vez muy pequeña. La emblemática Di.3 estuvo tirando de los convoyes durante 50 años, para luego ser sustituidas por la Di.4, Di.5 y así sucesivamente. Las Di.3 fueron casi todas desguazadas, salvo unas cuantas que fueros vendidas a los italianos y a los kosovares. Actualmente esta vieja locomotora se ha convertido en un objeto de culto entre los chiflados del ferrocarril.

Nordlandsbanen, el tramo ferroviario que nace en Trondheim y muere en Bodø, sigue incluso hoy en día sin electrificar. Nordlandsbanen no era como otros baner (líneas), nada que ver. Mientras los otros trenes sólo olían a aceite, éste olía además a diesel y a humo. Y su sonido era rudo y áspero.



Imagen inspirada según fuente:
 http://pix.njk.no/16/16460-SHJ_007017.jpg



Nosotros nos bajábamos en Mosjøen, a unos 400 km al norte de Trondheim, para luego enlazar con un autocar de línea que nos acercaba un poco más al destino. 


Lo mejor era poder coger asiento ventana en la fila izquierda, así podía ver el fiordo.

Había tramos que el tren que prácticamente se metía en el mar. Pero yo sabía que la Di.3 podía tanto con el mar como con todo lo demás. Además, apenas hay oleaje en los fiordos, así que nada malo nos podía pasar. El tren iba serpenteando y fiordeando pequeñas poblaciones, casi todas se llamaban algo con “vik” (cala) Vikhammer, Malvik, Hommelvik, Muruvik. Por el oeste, el fiordo y por el este, prados y campos. Veía hasta vacas y gallinas en estado vivo campando a sus anchas.  Ahora estábamos “på landet”, (en el campo) y según me habian dicho, era de donde venía lo que comíamos. Seguíamos på landet un buen rato hasta llegar a lo más profundo del fiordo. Ya no veríamos el mar hasta llegar a Mosjøen. Ahora las poblaciones eran cada vez más pequeñas y escasas, así como los campos. El paisaje se volvía cada vez más montañoso y boscoso. Los abetos se podían contar por miles, a veces se avistaba un lago o un río. Ya estábamos en tierra de los lapones del sur. Pero creo que vivían escondidos, o quizás en la clandestinidad, porque por mucho que me esforzara, nunca conseguí verlos, ni a ellos ni a sus renos. Que yo sepa, tampoco se subían al tren.  Para mí era inviable que los lapones no llevaran otra cosa que no fuera esos vistosos y coloridos trajes tradicionales. Nunca me pasó por la cabeza que igual podían vestir igual que mis padres.


La verdad, no había mucho que ver por esos lares, el paisaje era monótono y repetitivo como un triste y oscuro cuadro barroco. No se veía ni un alma. Seguramente lloviznaba, me empezaba a aburrir y daba la lata con el archiconocido:


 - E’ det langt igjæn? (¿Falta mucho?)
- Næi, snart fræm no, (No, ya llegamos). 


 Imagen inspirada según fuente: 
httpwww.railforums.co.ukshowthread.phpt=106965 ps A 



Encima tenía hambre.
- Suijltn æ.. (Jeg er sulten) – Tengo hambre.


Aprovechamos esas horas muertas para almorzar algo.
Normalmente llevábamos el matpakke (fiambrera) de casa porque los vaffler (gofres) de la cafetería del tren, encima de carísimos, sabían a locomotora. No valía la pena. 


Como no podía ser de otra forma, el matpakke consistía de brødskiver  (llescas de pan) con algún embutido o el queso nacional brunost encima. No entre llesca y llesca, como en un sándwich. Sólo encima. Estas llescas se envolvían en matpapir (papel vegetal/horno). Dejaba un poco de sabor a cera en la comida, pero así sabían los matpakker. Las bebidas, café para mis padres y “brus” (refresco) para mí, las comprábamos a las azafatas del tren que de vez en cuando pasaban con un carro lleno de bebidas por el pasillo que separaban las filas de asientos. Mi brus favorito no era la Coca Cola, sino el "Solo" que teóricamente tenía sabor a naranja. La Coca Cola sólo me la tomaba si me dolía el estómago, pero como no me dolía, pedía "Solo".


Después de almorzar volvía a mirar por la ventana, sólo ver el mismo paisaje aletargado de antes. Contaba abetos como si fueran ovejas y al poco rato me quedaba dormida de puro aburrimiento y falta de acción.


Una eternidad después llegábamos por fin a Mosjøen, una ciudad un tanto provinciana, según mi entender. No la encontrada nada bonita, era totalmente plana y semi industrializada y por el oeste se levantaba una enorme y negra montaña similar al Cerro de Ávila de Caracas. Mosjøen siempre me ha recordado a Caracas, salvando las diferencias, claro está. Un lugar claustrofóbico, pero, por fin volvíamos a ver el mar y ya no llovía.


En Mosjøen vivía tante Astrid (la tía Astrid), que vivía en una casa pintada del color verde más feo del mundo. Era un verde oliva claro y grisáceo, totalmente apagado y desgastado. Me parece que la tía era viuda, ya que no consigo recordar ningún onkel (tío). 

Ya era mediodía. Nos quedábamos a comer en su casa y nos hacía un lapskaus (estofado) que sabía a gloria. Tante Astrid hablaba como los demás nordleninger (norteños), con esa entonación contagiosa y cantarina, tan de ellos. Yo le imitaba, con más o menos acierto, porque era mucho más divertido cantar que hablar.





Imagen inspirada según fuente: 
diitalmuseum.no





Caía la tarde y todavía quedaban unas 3 ó 4 horas para llegar al destino. 

Por una estrecha y maltrecha carretera comarcal íbamos a borde de un autobús de línea, o, mejor dicho, una vieja guagua, de esas con asientos de ajado y deslucido skay. A veces me había mareado en el trayecto, porque a la carretera le sobraban curvas y baches y seguramente la guagua andaba mal de amortiguadores, o a lo mejor ni tenía. 

El primer tramo daba casi miedo.  La carretera está como tallada en la montaña y en más de una curva parecía que la guagua se despeñaba directo al fiordo.  Creo recordar que por aquel entonces ni siquiera estaba asfaltada y el agarre dejaba mucho que desear. No había tiempo ni para aburrimientos ni lloriqueos por mi parte.  Me pasaba el viaje con el corazón en un puño y agarrada como podía al asiento, pendiente del conductor. Que a pesar de que se le suponía valor y experiencia, no me fiaba nada de las curvas y la montaña, que en cualquier momento podía venirse abajo y dejarnos en el sitio. 

Sin embargo, después de par de horas infernales llegábamos siempre sanos y salvados a un lugar despoblado llamado Leinesodden, que era donde acababa la carretera.  Lo único que allí había era un embarcadero viejo y destartalado de madera. La guagua se volvía por donde había venido y nosotros poníamos rumbo a Sandnessjøen, a bordo de un pequeño ferry que no tardaba más de media hora en atravesar el angosto sund (estrecho) que separaba el continente de la isla de Alsta, donde estaba la semi industrializada y menuda ciudad de Sandnessjøen.




 Enlace:
http://gamle-bilder-imidten.origo.no/

 

Dejando atrás el continente, se abría ante nosotros un mundo espacioso y extenso con el mar en calma, salpicado por una maraña protectora de islas e islotes alargadas y suaves. Interrumpía la apacible estampa unas abruptas montañas que parecían rozar el cielo. 


En esta zona hay más islas que habitantes. 



 Enlace: kart.gulesider.no


En Sandnessjøen vivía y trabajaba, de lunes a sábado al mediodía, mi tío Aksel, que era soltero y pendler, o sea, trabajador péndulo. Ser pendulero en Noruega es muy normal, sobre todo en zonas rurales y poblaciones pequeñas. Para ser pendler hay que tener el puesto de trabajo un tanto lejos de la casa donde uno está censado/empadronado y pernoctar en una vivienda pendulera durante la semana laboral. Luego, Skatteetaten (Hacienda) echa una mano con parte de los gastos. Mi tío Aksel había sido sjømann (marino) de joven, pero por aquel entonces trabajaba en una zapatería. Compartía piso con un chaval de Granollers (Barcelona) que trabajaba en la industria petrolera de la ciudad. 

Sandnessjøen no era nada del otro mundo tampoco. Tenía una calle principal que desembocaba en la zona portuaria y cuatro calles adyacentes. Pero tenía buenas vistas cara al mar y no era tan claustrofóbica como Mosjøen.  Y en el puerto había cierto ajetreo de transbordadores, Hurtigruter (El Expreso de la costa), petroleros y barcos de pesca con bandas de escandalosas gaviotas alrededor.

Ya solo faltaba una horita para llegar a la casa de la abuela, a mi isla bonita, a Herøy,  que era donde nos solíamos alojar durante las vacaciones.  Allí vivía también onkel Aksel los fines de semana. Normalmente nos esperaba en el puerto los sábados por la tarde para así coger el transbordador juntos. La embarcación bordeaba con parsimonia la isla de Alsta, cruzaba un estrecho y finalmente atracaba en un embarcadero pequeñito llamado Engan, situado en la punta norteña de la isla. 
 
Me lo pasaba en grande durante el trayecto. ¡Había tantas cosas para explorar!
El ferry estaba repleto de recovecos mágicos y escaleras estrechas de pronunciadas pendientes y altos escalones. Iba recorriendo las dos cubiertas a toda prisa para no perderme ningún detalle. Olía a combustible y a sal. Era mucho más grande que el primer ferry que habíamos cogido. Como todos los transbordadores tenía entrada y salida para los coches delante y detrás. En éste, creo recordar que la entrada estaba en la proa, que se abría como unas enormes fauces de tiburón desdentado. La salida estaba en la popa, pero no era tan espectacular.  Simplemente tenía unas puertas batientes y plegables que chirriaban como mil demonios cuando se abrían o se cerraban.


Si llovía me quedaba dentro de la salita destinada a los pasajeros. Una vez, un señor me dio una corona porque me había puesto a cantar temas de mi repertorio favorito, donde no faltaba ni el “La, la, la" de la Massiel, ni el “Eres tú” de Mocedades. Esta última la cantaba en versión noruega; "I mitt liv," porque no me sabía bien-bien la letra en castellano.  Mi padre, para hacerse el gracioso, siempre decía que me habían dado la corona para que me callara de una vez. ¡Qué poco considerado por su parte! Aunque yo estoy segura de que me la dio para apremiar mi incipiente y notable talento. De eso no cabe duda.


Cruzaba Herøy una sola y solitaria carretera de grava fina y totalmente blanca, parecía una mezcla de piedra de caliza y mármol.  


Unas veces cogíamos un autobús de línea que nos dejaba al lado de la casa de la abuela.  No me acuerdo de que hubiera una parada explícita de autobús allí, supongo que bastaba con decirle al conductor que íbamos a casa de Augusta, que así se llamaba la abuela, o a lo mejor se acordaba de nosotros del año anterior.  Por esos lares se conocía todo el mundo. 


Otras veces nos recogía mi tío Arvid en su barco de pesca, si no estaba ocupado llevando al lensmann (sheriff) a alguna misión a otra isla, porque mi tío había sido nombrado chófer marino del sheriff. Así fue como poco a poco había dejado la pesca y ahora se dedicaba cada vez más a funciones relacionadas con la ley.


Para él era un trabajo más relajado, dentro de lo que cabe, claro. Sólo hacía de transportista sin intrometerse en los asuntos que se traía entre manos el sheriff. Y debido a tener tan considerable asignación, tenía instalado hasta un teléfono en casa, de esos sin números. Tenía un disco que se giraba para comunicarse con una centralita operada por unas cotillas que se enteraban de todo lo que se hablaba. Bueno, eso era lo que decía mi tío. Que eran unas chismosas y que se quedaban a la escucha. Fin y al cabo, el teléfono prácticamente sólo servía para que los de la oficina del sheriff le localizaran, ya que no había nadie a quien llamar.



El señor lensmann me parecía un tipo muy extraño y antipático. Lo había visto en más de una ocasión, pero nunca hacía como los demás adultos, preguntando como me llamaba y cuántos años tenía. Que yo sepa, no hablaba ni con mi tío, era muy reservado y huraño. Se limitaba a mandar y a comunicar el destino de su nueva hazaña. No llevaba uniforme, ni porra, ni silbato. Ni siquiera estrella de sheriff. Parecía más un espía sacado de las cloacas de los servicios de inteligencia que un policía.





Era muy entrada la noche cuando finalmente soltábamos los bártulos en casa de la abuela. Yo estaba totalmente exhausta y agotada ya, después de tantas horas de trajín y emoción. 

Sólo recuerdo que finalmente me encontraba en un cuarto muy pequeñito que había en el segundo piso de la casa. Me acostaba en una cama de esas altísimas y con la ayuda de un taburete podía subir. El mullido colchón era de lana y me hundía al fondo de la cama. Las sábanas eran blancas con bordados y olían a ropa recién lavada. Era como estar envuelta en una nube. A pesar de la luz de la noche, dormía como un lirón y de un tirón hasta la mañana siguiente.