Llevaba tiempo rumiando sobre la idea de hacer algo diferente, algo así como darle un giro y otro enfoque a este blog.
El resultado de tanto rumiar, es una serie de capítulos cortos sobre las vivencias, impresiones y pensamientos vividos durante mis vacaciones estivales allá en el norte.
He procurado ser fiel a la mirada y al entender que tenía cuando sólo era una niña.
El resultado de tanto rumiar, es una serie de capítulos cortos sobre las vivencias, impresiones y pensamientos vividos durante mis vacaciones estivales allá en el norte.
He procurado ser fiel a la mirada y al entender que tenía cuando sólo era una niña.
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El viaje.
El equipaje ya estaba preparado y por fin nos íbamos al
norte, a la patria chica de mi madre, a mi isla bonita, que nada tiene que ver con la de la canción, pero bonita igual. Desde que tengo uso de razón,
veraneábamos en el, según mi entender, exótico y lejano Nordland, un lugar
emocionante lleno de ensueño y aventuras.
En esa época del año, todo Nordland se bañaba en luz, el sol
no se ponía y los días eran eternos.
El
tren salía de la única estación de tren de Trondheim, la Trondheim S, bien
temprano, seguramente sobre las 7 de mañana. Me acuerdo bien porque estaba un
tanto somnolienta, no me ha gustado madrugar nunca, ni de pequeña. No me
acuerdo cómo llegábamos a la estación, vivíamos a 20 minutos en tranvía del
centro. Igual cogíamos un taxi, cargados como íbamos con esas
maletas de antaño, tan pesadas y sin las cómodas ruedas y asas telescópicas,
como las de ahora. La mía era, como no, la más pequeña. La había preparado bien
– casi siempre - y a mi gusto; repleta de mis juguetes favoritos, que no eran
otras cosas que cuadernos, lápices y crayones para dibujar, unos animalitos de
plástico - vacas, caballos, cerdos y demás animales domésticos - muy reales - y unos bloques de Lego. No me
acuerdo de haber llevado muñecas, no me entusiasmaban demasiado. Después de
haberles cortado sus largas melenas de nylon y pintureado sus caras con
rotuladores de colores, no les encontraba sentido. El único muñeco que me gustaba era un viejo skihopper (saltador de esquí) de plomo,
que seguramente había sido de mi padre, pero pertenecía al invierno y se quedaba en casa. Supongo
que ya habrán retirado esos saltadores del mercado por ser altamente tóxicos.
Fuente imagen:
https://www.epla.no/samler/produkter/881655/
El viaje duraba muchas horas, casi todas maravillosas y apasionantes. El
primer tramo lo pasábamos a bordo de un tren de color rojo, tirado por una descomunal y
robusta locomotora diesel, roja también, llamada Di.3, de diseño redondeado e imponente.
Tenía 2 ventanas delanteras, muy juntas y enrejilladas. Como la parte superior
de la locomotora era curvada, las ventanas también tenían esa forma. Parecían
unos ojos enormes y tristes. En los laterales, tenían unas líneas amarillas en
horizontal, formando una zeta, para así correr más. Estaba convencida de que esa mole podía con
todo, me hacía sentir muy segura, pero a la vez muy pequeña. La emblemática Di.3
estuvo tirando de los convoyes durante 50 años, para luego ser sustituidas por
la Di.4, Di.5 y así sucesivamente. Las Di.3 fueron casi todas desguazadas, salvo unas
cuantas que fueros vendidas a los italianos y a los kosovares. Actualmente esta
vieja locomotora se ha convertido en un objeto de culto entre los chiflados del
ferrocarril.
Nordlandsbanen, el
tramo ferroviario que nace en Trondheim y muere en Bodø, sigue incluso hoy en
día sin electrificar. Nordlandsbanen no era como otros baner (líneas), nada que
ver. Mientras los otros trenes sólo olían a aceite, éste olía además a diesel y a humo. Y su sonido era rudo y áspero.
Imagen inspirada según fuente:
http://pix.njk.no/16/16460-SHJ_007017.jpg
Nosotros nos bajábamos en Mosjøen, a unos 400 km al norte de
Trondheim, para luego enlazar con un autocar de línea que nos acercaba un poco
más al destino.
Lo mejor era poder coger asiento ventana en la fila
izquierda, así podía ver el fiordo.
Había tramos que el tren que prácticamente se metía en el
mar. Pero yo sabía que la Di.3 podía tanto con el mar como con todo lo demás. Además, apenas hay oleaje en los fiordos, así que nada malo nos podía pasar. El tren
iba serpenteando y fiordeando pequeñas poblaciones, casi todas se llamaban algo
con “vik” (cala) Vikhammer, Malvik, Hommelvik, Muruvik. Por el oeste, el fiordo
y por el este, prados y campos. Veía hasta vacas y gallinas en estado vivo
campando a sus anchas. Ahora estábamos
“på landet”, (en el campo) y según me habian dicho, era de donde venía lo que comíamos. Seguíamos på landet un buen rato hasta
llegar a lo más profundo del fiordo. Ya no veríamos el mar hasta llegar a
Mosjøen. Ahora las poblaciones eran cada vez más pequeñas y escasas, así como
los campos. El paisaje se volvía cada vez más montañoso y boscoso. Los abetos
se podían contar por miles, a veces se avistaba un lago o un río. Ya estábamos
en tierra de los lapones del sur. Pero creo que vivían escondidos, o quizás en la clandestinidad, porque por mucho que me esforzara, nunca conseguí verlos, ni a ellos ni a sus renos. Que yo sepa, tampoco se subían al
tren. Para mí era inviable que los lapones
no llevaran otra cosa que no fuera esos vistosos y coloridos trajes
tradicionales. Nunca me pasó por la
cabeza que igual podían vestir igual que mis padres.
La verdad, no había mucho que ver por esos lares, el paisaje
era monótono y repetitivo como un triste y oscuro cuadro barroco. No se veía
ni un alma. Seguramente lloviznaba, me empezaba a aburrir y daba la lata con el
archiconocido:
- E’ det langt igjæn?
(¿Falta mucho?)
httpwww.railforums.co.ukshowthread.phpt=106965 ps A
Encima tenía hambre.
- Suijltn æ.. (Jeg er sulten) – Tengo hambre.
Aprovechamos esas horas muertas para almorzar algo.
Normalmente llevábamos el matpakke (fiambrera) de casa porque
los vaffler (gofres) de la cafetería del tren, encima de carísimos, sabían a locomotora. No valía la pena.
Como no podía ser de otra forma, el matpakke consistía de
brødskiver (llescas de pan) con algún
embutido o el queso nacional brunost encima. No entre llesca y
llesca, como en un sándwich. Sólo encima. Estas
llescas se envolvían en matpapir (papel vegetal/horno). Dejaba un poco de
sabor a cera en la comida, pero así sabían los matpakker. Las bebidas,
café para mis padres y “brus” (refresco) para mí, las
comprábamos a las azafatas del tren que de vez en cuando pasaban con un carro
lleno de bebidas por el pasillo que separaban las filas de asientos. Mi brus favorito no era la Coca Cola, sino el "Solo" que teóricamente tenía sabor a naranja. La Coca Cola sólo me la tomaba si me dolía el estómago, pero como no me dolía, pedía "Solo".
Después de almorzar volvía a mirar por la ventana, sólo ver
el mismo paisaje aletargado de antes. Contaba abetos como si fueran ovejas y al
poco rato me quedaba dormida de puro aburrimiento y falta de acción.
Una eternidad después llegábamos por fin a Mosjøen,
una ciudad un tanto provinciana, según mi entender. No la encontrada nada bonita,
era totalmente plana y semi industrializada y por el oeste se levantaba una
enorme y negra montaña similar al Cerro de Ávila de Caracas. Mosjøen siempre me
ha recordado a Caracas, salvando las diferencias, claro está. Un lugar
claustrofóbico, pero, por fin volvíamos a ver el mar y ya no llovía.
En Mosjøen vivía tante Astrid (la tía Astrid), que vivía
en una casa pintada del color verde más feo del mundo. Era un verde oliva claro y
grisáceo, totalmente apagado y desgastado. Me parece que la tía era viuda, ya que
no consigo recordar ningún onkel (tío).
Ya era mediodía. Nos quedábamos a
comer en su casa y nos hacía un lapskaus (estofado) que sabía a gloria. Tante
Astrid hablaba como los demás nordleninger (norteños), con esa entonación contagiosa
y cantarina, tan de ellos. Yo le imitaba, con más o menos acierto, porque era mucho más divertido
cantar que hablar.
Imagen inspirada según fuente:
diitalmuseum.no
Caía la tarde y todavía quedaban unas 3 ó 4 horas para
llegar al destino.
Por una estrecha y maltrecha carretera comarcal íbamos a
borde de un autobús de línea, o, mejor dicho, una vieja guagua, de esas con
asientos de ajado y deslucido skay. A veces me había mareado en el
trayecto, porque a la carretera le sobraban curvas y baches y seguramente la
guagua andaba mal de amortiguadores, o a lo mejor ni tenía.
El primer tramo daba casi miedo.
La carretera está como tallada en la montaña y en más de una curva
parecía que la guagua se despeñaba directo al fiordo. Creo recordar que por aquel entonces ni
siquiera estaba asfaltada y el agarre dejaba mucho que desear. No había tiempo
ni para aburrimientos ni lloriqueos por mi parte. Me pasaba el viaje con el corazón en un puño y agarrada como podía al asiento, pendiente
del conductor. Que a pesar de que se le suponía valor y experiencia, no me fiaba nada de
las curvas y la montaña, que en cualquier momento podía venirse abajo y
dejarnos en el sitio.
Sin embargo, después de par de horas infernales
llegábamos siempre sanos y salvados a un lugar despoblado llamado Leinesodden, que
era donde acababa la carretera. Lo único
que allí había era un embarcadero viejo y destartalado de madera. La guagua se
volvía por donde había venido y nosotros poníamos rumbo a Sandnessjøen, a bordo
de un pequeño ferry que no tardaba más de media hora en atravesar el angosto sund (estrecho) que separaba el continente de la isla de Alsta, donde estaba la
semi industrializada y menuda ciudad de Sandnessjøen.
Enlace:
http://gamle-bilder-imidten.origo.no/
Dejando atrás el continente, se
abría ante nosotros un mundo espacioso y extenso con el mar en calma, salpicado
por una maraña protectora de islas e islotes alargadas y suaves. Interrumpía la apacible estampa unas abruptas montañas que
parecían rozar el cielo.
En Sandnessjøen vivía y trabajaba, de lunes a sábado al
mediodía, mi tío Aksel, que era soltero y pendler, o sea, trabajador
péndulo. Ser pendulero en Noruega es muy normal, sobre todo en zonas rurales y poblaciones
pequeñas. Para ser pendler hay que tener el puesto de trabajo un tanto lejos de
la casa donde uno está censado/empadronado y pernoctar en una vivienda
pendulera durante la semana laboral. Luego, Skatteetaten (Hacienda) echa una
mano con parte de los gastos. Mi tío Aksel había sido sjømann (marino) de
joven, pero por aquel entonces trabajaba en una zapatería. Compartía piso con
un chaval de Granollers (Barcelona) que trabajaba en la industria petrolera de
la ciudad.
Sandnessjøen no era nada del otro mundo tampoco. Tenía una
calle principal que desembocaba en la zona portuaria y cuatro calles adyacentes.
Pero tenía buenas vistas cara al mar y no era tan claustrofóbica como Mosjøen. Y en el puerto había cierto ajetreo de
transbordadores, Hurtigruter (El Expreso de la costa), petroleros y barcos de pesca con bandas de escandalosas gaviotas alrededor.
Ya solo faltaba una horita para llegar a la casa de la
abuela, a mi isla bonita, a Herøy, que era donde nos solíamos alojar durante las vacaciones. Allí vivía también onkel Aksel los fines de
semana. Normalmente nos esperaba en el puerto los sábados por la tarde para así
coger el transbordador juntos. La
embarcación bordeaba con parsimonia la isla de Alsta, cruzaba un estrecho y finalmente
atracaba en un embarcadero pequeñito llamado Engan, situado en la punta norteña
de la isla.
Me lo pasaba en grande durante el trayecto. ¡Había tantas cosas
para explorar!
El ferry estaba repleto de recovecos mágicos y escaleras
estrechas de pronunciadas pendientes y altos escalones. Iba recorriendo las
dos cubiertas a toda prisa para no perderme ningún detalle. Olía a combustible
y a sal. Era mucho más grande que el primer ferry que habíamos
cogido. Como todos los transbordadores tenía entrada y salida para los coches delante
y detrás. En éste, creo recordar que la entrada estaba en la proa, que se abría
como unas enormes fauces de tiburón desdentado. La salida estaba en la
popa, pero no era tan espectacular. Simplemente tenía unas puertas batientes y
plegables que chirriaban como mil demonios cuando se abrían o se cerraban.
Si llovía me quedaba dentro de la salita destinada a los
pasajeros. Una vez, un señor me dio una corona porque me había puesto a cantar temas de mi repertorio favorito,
donde no faltaba ni el “La, la, la" de la Massiel, ni el “Eres tú” de
Mocedades. Esta última la cantaba en versión noruega; "I mitt liv," porque no me sabía bien-bien la letra en castellano. Mi padre, para hacerse el gracioso,
siempre decía que me habían dado la corona para que me callara de una vez. ¡Qué poco
considerado por su parte! Aunque yo estoy segura de que me la dio para apremiar
mi incipiente y notable talento. De eso no cabe duda.
Cruzaba Herøy una sola y solitaria carretera de grava fina
y totalmente blanca, parecía una mezcla de piedra de caliza y mármol.
Unas veces cogíamos un autobús de línea que nos dejaba al
lado de la casa de la abuela. No me
acuerdo de que hubiera una parada explícita de autobús allí, supongo que
bastaba con decirle al conductor que íbamos a casa de Augusta, que así se
llamaba la abuela, o a lo mejor se acordaba de nosotros del año anterior. Por esos lares se conocía todo el mundo.
Otras veces nos recogía mi tío Arvid en su barco de pesca,
si no estaba ocupado llevando al lensmann (sheriff) a alguna misión a otra
isla, porque mi tío había sido nombrado chófer marino del sheriff. Así fue como poco a poco había dejado
la pesca y ahora se dedicaba cada vez más a funciones
relacionadas con la ley.
Para él era un trabajo más relajado, dentro de lo que cabe, claro.
Sólo hacía de transportista sin intrometerse en los asuntos que se traía
entre manos el sheriff. Y debido a tener tan considerable asignación, tenía
instalado hasta un teléfono en casa, de esos sin números. Tenía un disco
que se giraba para comunicarse con una centralita operada por unas cotillas que
se enteraban de todo lo que se hablaba. Bueno, eso era lo que decía mi tío. Que
eran unas chismosas y que se quedaban a la escucha. Fin y al cabo, el teléfono
prácticamente sólo servía para que los de la oficina del sheriff le localizaran, ya que no había nadie a
quien llamar.
El señor lensmann me parecía un tipo muy extraño y antipático.
Lo había visto en más de una ocasión, pero nunca hacía como los demás adultos, preguntando
como me llamaba y cuántos años tenía. Que yo sepa, no hablaba ni con mi tío,
era muy reservado y huraño. Se limitaba a mandar y a comunicar el destino de su
nueva hazaña. No llevaba uniforme, ni porra, ni silbato. Ni siquiera estrella
de sheriff. Parecía más un espía sacado de las cloacas de los servicios de inteligencia
que un policía.
Era muy entrada la noche cuando finalmente soltábamos los bártulos en casa de la abuela. Yo estaba totalmente exhausta y agotada ya, después de tantas horas de trajín y emoción.
Sólo recuerdo que finalmente me encontraba en un cuarto muy pequeñito que había en el segundo piso de la casa. Me acostaba en una cama de esas altísimas y con la ayuda de un taburete podía subir. El mullido colchón era de lana y me hundía al fondo de la cama. Las sábanas eran blancas con bordados y olían a ropa recién lavada. Era como estar envuelta en una nube. A pesar de la luz de la noche, dormía como un lirón y de un tirón hasta la mañana siguiente.